
Jony publicó un libro titulado Montaraz. Lo leí y quise escribir una crónica sobre el poeta capaz de engendrar tal libro. Tenía ya varias horas de entrevistas transcritas y había observado al tipo durante algunos meses en lugares distintos con personas diferentes. Un fin de semana, mientras trazaba un boceto de estructura para esta crónica, vi que no sabía cómo terminarla. Ese mismo fin de semana Jony le puso el punto final.
Una vez el profesor de español puso de tarea escribir un soneto. Un joven salvaje de nombre Jony Albino Arenas, quince años, que había aprendido los rigores de la escritura hacía cuatro años, no entendió la diferencia entre versos y estrofas. Fue a sentarse frente al río Nechí, al caer la tarde, con su cuaderno escolar: literalmente se puso en situación poética. Escribió entonces un largo poema de 56 versos, pues creyó que cada verso era una estrofa de cuatro versos. No era un soneto, que apenas tiene catorce versos, pero fue el primer poema que escribió, del cual decía no recordar nada.
Once años después y meses antes del domingo en el que subió a colgar su humanidad en una ceiba de Santa Elena, le pregunté:
—¿Cómo describes el río Nechí? —no era una pregunta inocente, pues el Nechí fluía también en su obra.
—El Nechí es un río de color marrón —dijo, con su cantadito nechiano, un acento entre costeño y paisa propio de la subregión del Bajo Cauca antioqueño—. Es un río oscuro que en las crecientes, cuando se mezcla con el agua de la ciénaga, se torna más claro, pero es una claridad oscura. Deja de volverse marrón por la carga de los lodos de las riveras para confundirse con el agua de las ciénagas.
Hasta 2010 en Nechí no había acueducto ni alcantarillado; el río era el lugar para bañarse, lavar la ropa, pescar, transportarse. Todas las madrugadas alguien baja al río y ve si ha crecido o ha bajado y vuelve al pueblo informando a los demás. Los nechianos no dependen de que el río crezca o baje, es algo que les gusta saber desde que se conocen, es una tradición saber del río.
—¿Tiene un calendario el río? —le pregunté a Jony.
—El último mes ha cambiado mucho —respondió. Estamos a principios de 2017—. A finales de diciembre siempre uno encontraba el río con enormes playas de arena, en mitad del río incluso. Se mantenía así durante los primeros meses del año, eran los meses de subienda del bocachico, más o menos hasta marzo. Pero hacia abril comenzaban las lluvias y ya en mayo el río estaba crecido en todo su esplendor. Los mangos maduraban en los árboles por esa misma época.
—¿Eso ha cambiado? ¿Ya no sube el bocachico?
—Ya no sube como subía antes. Antes en diciembre o enero literalmente uno los cogía con la mano. Ahora cada vez suben en menos cantidad. La minería ha dañado las ciénagas y eso hace que el bocachico no se reproduzca como antes. Además de que el pescador tiende a pescar el bocachico muy pequeño, perturbando su ciclo de vida.
En el río Nechí desembocan, entre muchos otros de Antioquia, el Porce, que combina las agostadas aguas del Grande y las aguas negras del Medellín. La primera vez que Jony vio este último, en el 2009, iba subiendo en el metrocable hacia Andalucía.
—A todo le llaman río hoy día —dijo.
El Nechí es también el más caudaloso de Antioquia. Tras un año de vivir en la ciudad, le pregunté qué pensaba del río Medellín.
—El río aquí lo mataron. Un río, de donde yo vengo, si lo puedes cruzar caminando tienes que nadar. Aún en las épocas de verano donde más baja el nivel, hay partes donde es ancho, grande, es corrientoso y hay vida en él. Tú puedes pescar en él, te puedas bañar en él.
La radio
Cuando Jony era más niño vivía con su familia en la cima de una montaña en la vereda Las Nubes, del corregimiento de Las Flores, en Nechí. Años después, viviendo más abajo en la montaña, notó que la radio sintonizaba con claridad la emisora de la Universidad de Antioquia en AM. Entró a estudiar apenas a los once años, antes de los cuales no sabía leer ni escribir. Su padre había muerto por una enfermedad relacionada con el procesamiento de la coca, por lo que Jony pasó la infancia en el campo, trabajando.
En la radio empezó a aficionarse a los programas culturales, entre los cuales un domingo a las diez y media de la mañana sintonizó Defensa de la palabra, el libertino espacio poético dirigido durante más de dos décadas por el librero y editor Gustavo Zuluaga, más conocido como El Hamaquero.
Defensa de la palabra
En compañía del escritor Víctor Bustamante, Zuluaga hablaba de la exigua pero animada vida cultural de Medellín, desde los márgenes, donde no pega la luz escasa de los faroles oficiales. También invitaba a leer a poetas jóvenes y no tan jóvenes de la ciudad y no olvidaba disparar de vez en cuando sus dardos envenenados, por los que un grupo de académicos universitarios terminó por cerrar el programa, pues le habían llamado “delincuente” a Fernando Rendón, director del Festival Internacional de Poesía de Medellín, un motivo más del abultado orgullo paisa que congrega masas bovinas y satisfechas.
El joven poeta Jony Albino le cogió cariño al programa, lo escuchó durante varios años, mientras hacía el bachillerato. Al graduarse y después de probarse en los trabajos tradicionales de la región (raspachín, minero, sembrador, pescador), pidió posada a una tía que tenía en Medellín, en el barrio Andalucía, en el nororiente de la ciudad. Allá arribó con sus maletas. Cuando llegó lucía el cabello largo, muy crespo, y una chivera descuidada. Su tía le dijo, por charlar: “No damos comida”. Sus planes eran presentarse a la Universidad de Antioquia y buscar camello.
Pero tres meses después no había encontrado nada. Pasó la mayor parte del tiempo ayudándole a su tía a pegar botones en la casa, escribiendo poemas y andando por ahí con su primo, que también escribía y estudiaba Filosofía en la Universidad de Antioquia. Entre las cosas que trajo de Nechí estaba el atadito de hojas color pastel y los cuadernos donde escribía sus poemas. Siempre a mano, con fluida caligrafía doctoral, cursiva.
Quiso trabajar en construcción, pero no pasó los exámenes médicos para entrar como obrero a Hidroituango, donde trabajaba un hermano suyo. Era daltónico, no podía ver cierto tono de verde. Un día su tía lo vio triste, desilusionado, y le dijo:
—Ese es el precio de vivir en la ciudad.
Jony Albino no quería pagar ese precio, hizo sus maletas y regresó a Nechí.
En el casco urbano de Nechí estaban construyendo el muro de contención para defenderse de la creciente del río. Le dieron trabajo en las canteras, sacando piedra. Luego trabajó un tiempo como minero, sin mucha suerte, y, finalmente, administró un billar durante algunos meses en Las Flores.
Poeta montaraz
Sabemos poco de estos misterios. Si los poetas se hacen o nacen o ambas cosas, no está resuelto. Fue la razón por la que inicié mi investigación sobre Jony, poeta desconocido, periférico, un año después de editar su primer libro.
De niño Jony conocía el nombre de las aves por su abuela materna. Su abuelo paterno le enseñó el nombre de los árboles. El viejo podía alzarse al hombro cosas pesadísimas y trabajar de sol a sol, pero no sabía leer. Aprendió a escribir su nombre cuando se iba a morir. Su abuelo materno, Caciano, en cambio, era un gran lector. Devoraba toda clase de libros y revistas, sobre todo de política e historia.
Jony tenía once años cuando su familia se mudó a Guarumo, a quince minutos de Caucasia, y allí comenzó a estudiar. Escribir le gustó desde el principio y como había tenido una infancia y una juventud muy lúbricas, algo natural en estas regiones caniculares, vio la escritura como una herramienta ideal para comunicarse mejor con las muchachas, a quienes comenzó a escribir cartas que ellas nunca respondían.
En 2008, cuando la radio era ya parte de su formación cultural, escuchó a una mujer hablar de escribir poesía y se dijo que él también podía hacerlo. Escribió dos poemas. Uno era para la madre, sobre una tórtola que empollaba dos pichones a los que no tenía cómo alimentar y entonces se acuchillaba el pecho con su pico para darles de comer de sus entrañas. Con los años no recordaba cómo empezaba el poema, pero sí cómo terminaba: “… y los alimentó hasta que fueron grandes y veloces cual estelas de higos”. Aunque no sabía lo que eran las “estelas de higo”, le pareció bonito cómo sonaba y, además, higo le rimaba con hijo. El segundo poema era de amor y con los años no recordaba sino un solo verso: “Hoy vi pasar tu amor”. Tenía dieciocho años.
En bachillerato, ya era el único lector de la biblioteca escolar. Por ese tiempo un profesor le recomendó que no leyera todavía La Iliada, porque no la entendería, lo que hizo que la leyera. No la entendió, pero se enamoró de los famosos epítetos homéricos: Aquiles el de los pies ligeros, Afrodita la de nibia cabellera, Ulises, el de prudencia semejante a Zeus. Y se enamoró de algunas palabras homéricas en desuso como “sempiterno”: lo que durará siempre, lo que teniendo principio no tiene fin.
Un día, en la cartilla de lecturas de octavo encontró un poema de León de Greiff titulado “Arieta”; no olvidó nunca su principio: “Hoy estuve en el parque y he traído violetas, violetas blancas y violetas lilas, violetas blancas que son como sus manos, violetas lilas que son como sus orejas, las violetas blancas han dejado caer blancuras en mi alma”. Se había iniciado, había encontrado el primero de sus poetas de cabecera. Después descubrió a Barba Jacob, con su poema “Parábola del retorno”, donde Barba menciona el pomar (cultivo de árboles de pomas, que en Nechí se conocen como peras). Se dio cuenta de que la poesía también eran los árboles en los que uno podía subirse y las frutas que uno podía comerse.
Otro feliz día cayeron en sus manos los libros de “Secretos para contar”, donde conoció poetas no solo antioqueños, sino latinoamericanos y del mundo. Allí estaban Neruda o Rubén Darío, con su poema “A Margarita Debayle”. Recordaba el comienzo: “Margarita está linda la mar,/ y el viento, / lleva esencia sutil de azahar; / yo siento / en el alma una alondra cantar; / tu acento: / Margarita, te voy a contar /un cuento…”. Por aquel entonces tenía una novia llamada Juliana, así que se lo recitaba: “Julianita está linda la mar…”.
Después encontró a César Vallejo, que le transmitió su raro sortilegio. No lograba descifrarlo, pero comprendió que la poesía desbordaba con frecuencia los límites de la razón. Jony leía un poema y le gustaba primero porque veía belleza en él y acaso después lo entendía. “Un poeta es mejor mientras más sentidos tenga”, dice X-504 en su Método fácil y rápido para ser poeta. Y uno de ellos es el sin sentido.
En 2009 escuchó por la emisora cultural que invitaban a los poetas del Bajo Cauca a participar en el Festival de Poesía Ánfora Mágica, en Caucasia. Mandó algunos poemas. No le disgustó leer sus poemas en público, aunque reconoció después que aquellos primeros poemas eran malísimos.
La ciudad
Durante los primeros meses en la ciudad, de enero a abril de 2012, aunque buscó Este lugar de la noche, la librería de El Hamaquero, no la encontró. Regresó, con más suerte, en julio de 2014. Quería averiguar por qué habían cerrado el programa En defensa de la palabra. Allí encontró no solo a Zuluaga sino a Víctor Bustamante (autor de Amábamos tanto la revolución, una biografía de Luis Tejada, otra del poeta nadaísta Darío Lemos, Cuando el poeta muere, entre otros libros, y director de la revista de entrevistas Babel). Jony Albino les leyó su poema “A Edward Páez H”: “…un día los poetas se habrán/ extinguido, serán cuestión de mitos, historias que se/ contarán, como reflejos de un mundo olvidado o/ irreal”.
Y el poema “Soy un buen tipo”, que es una suma de contradicciones, un credo de subversión:
Yo soy un buen tipo…
A pesar del cabello largo
De la humildad corta,
De la pedofilia reprimida
De la comprobada gerontofilia.
Yo soy un buen tipo
Aun cuando lea Nietzsche
Predique a Jattin y
Ore a Hitler,
A pesar de mi racismo oculto.
Yo soy un buen tipo
Un tanto misántropo, sí,
Huésped asiduo de los prostíbulos, sí,
Bohemio, bucólico y montaraz, sí.
Yo soy un buen tipo
Vándalo, comunista, depravado,
Sexo-pata, existencialista, fascista,
Homofóbico, apátrida, sincero.
Yo soy un buen tipo
A menudo, cuando la poesía lo permite y
Sobre todo mientras duermo.
Al grupo de iconoclastas les gustó Jony. Lo invitaron al Festival Alternativo de Poesía y le propusieron hacer una cartilla con algunos poemas. Con esa cartilla, que Jony quiso titular Este y otros poemas y la propuesta de hacer un libro, regresó a Las Flores. Quedaron en que al año siguiente se haría el libro.
Montaraz
En Las Flores, Jony tenía un espacio solo para él y sus poemas. Una habitación de ladrillo en obra negra con piso de cemento, de ocho por cinco metros, con baño, cocina y una cama para dormir. La ventana estaba clausurada con plástico, pero como la casa tenía dos puertas que abría en la mañana, entraba mucha luz a la casa. Frente a ella daban sombra un bolombolo y un árbol de mango, más allá, a unos cien metros bajando la pendiente, estaba el río Nechí y al otro lado espejaba el cielo la ciénaga de Granada. A lo lejos podía ver las estribaciones del Nudo del Paramillo. Todos los días se bañaba en el río en la mañana y en la tarde. Había conseguido trabajo haciendo el censo agropecuario para el gobierno, moviéndose por todas las veredas de Nechí, donde el paisaje brindaba al poeta uno que otro éxtasis perceptivo.
Entre los poemas que barajaba para publicar estaba uno titulado “Garzas blancas”:
Así era la ciénaga: como los ojos de un niño;
clara y tranquila.
De pronto, sorpresivo, igual que un relámpago,
un árbol, blanco como el algodón
creció en el paisaje verde del manglar.
Y aquella torre de nieve
daba gritos de hermosura
cuando densos copos danzaban en el aire
hasta cubrir el agua con su blancura.
—¿Nieve sobre los árboles?
¡No, garzas!
Un árbol de garzas saltaba a los ojos.
Una antorcha de marfil, era.
Una campana de nácar, era.
Una palmera de nubes, era.
Y las encopetadas garzas mostraban sus cabezas
altivas y pacientes
al aire veraniego de la mañana.
Y el día se llenó de graznidos.
Desde su altura, iluminadas
saludaban con sus alas de balso
estirando sus largos cuellos
sus picos agudos y amarillos.
Garza blanca divina y olímpica
negra es la cal junto a ti.
Tu plumaje es como mazorca biche
tu pecho es de espuma y tu cuello de marfil.
Que teman los peces
porque las ictiófagas garzas blancas
vuelan en la ciénaga y el río.
En diciembre de 2014 Jony regresó a la ciudad con los poemas que conformarían su libro. La idea de titularlo Montaraz se le ocurrió a Zuluaga. Identificaba el espíritu de la mayoría de los poemas. El dinero para la impresión (900 mil pesos) lo prestó en una asociación de Las Flores. El libro lo lanzó el 28 de abril de 2015 en la sala de cine del Paraninfo de la Universidad de Antioquia, a las cinco de la tarde. Vendió quince ejemplares, a quince mil pesos, el mismo precio al que había impreso cada uno.
Por esos días, Bustamante aprovechó para hacerle un video donde leyó algunos de sus poemas y respondió algunas preguntas. Fue la única vez que recibió la atención de algún medio de comunicación y la única entrevista publicada que le hicieron en vida. La prensa de Medellín casi no se entera de nada, menos si tiene que ver con la poesía.
Sentado en la raíz de un árbol viejo, Jony leyó de corrido algunos de sus poemas y después respondió las preguntas del escritor.
—¿Qué significa montaraz?
—Significa, literalmente, el que viene del monte, el que habita el monte, el que se ha criado en él, el que conoce el monte.
Bustamante también le pidió que se definiera:
—Básicamente yo soy un campesino que aprendió a leer y que escribe para transmitir, para desahogarse, para acercarse a las personas, para tratar de conservar el paisaje en la memoria, para que los sentimientos no desaparezcan sino que se queden en el poema.
La noche de la presentación de Montaraz se bebió el dinero de los libros que vendió y se fue con su primo a celebrar donde Las Conejitas, en la Avenida de Greiff con Carabobo. Allí entrevió el tema de su siguiente libro.
Prostibulario
A Jony siempre le llamaron la atención las putas. “En qué putrefacto burdel/ me estará esperando sonriente la muerte”, recitaba. Conocía de primera mano la estrecha relación entre putas y mineros en Nechí, donde es común que los hombres visiten prostíbulos desde los quince años. Cuando hay mejores muchachas en los burdeles es cuando mejor le está yendo al minero o al raspachín. Hacia el 2006 fue la época en que los burdeles en Nechí estaban a reventar de mujeres.
La primera vez que Jony fue a un prostíbulo lo hizo solo. Eran las fiestas tradicionales de Nechí, las Fiestas de la Corraleja. Fue al prostíbulo que se llamaba “El tremendo”. Un polvo en ese momento costaba entre treinta y cuarenta mil pesos. Al principio nunca repetía mujer, pero luego se enamoró de una, a la que volvía siempre. Lo que lo llevó a escribir sobre el asunto fue conocer la intimidad de una puta fuera del prostíbulo.
Aunque algunos le decían que era indigno pagar por sexo a Jony no le parecía. Durante los últimos meses de su vida, cuando se volcó hacia el tema para escribir Prostibulario, leyó todo lo que encontró al respecto. Leyó una novela de Laura Restrepo, La novia oscura, de cuyos primeros párrafos recordaba las siguientes líneas: “Les decíamos las mujeres, porque eran lo más cercano al amor que teníamos…”.
Librero y barman
En diciembre de 2015 Jony comenzó a trabajar como librero con Gustavo Zuluaga en Este lugar de la noche. Como no era suficiente para sobrevivir, pensó que lo mejor era irse a prestar servicio militar. Se fue a inscribir, pero el día anterior a la cita que le otorgaron para que se presentara un amigo lo llamó y le ofreció trabajo en una empresa de comida para perros. Durante unas semanas trabajó en eso, hasta que Gustavo lo contactó con alguien que le ofreció trabajar en la Universidad de Antioquia como librero. Se ubicó en los bajos del bloque nueve, con alrededor de doscientos libros originales, de segunda mano y nuevos, buenos títulos. Los martes y los jueves de 6 p.m. a 2 a.m. era barman en Este lugar de la noche. La quinta vez que se presentó a la universidad logró pasar a Bibliotecología.
Varias veces hablé con él en su puesto de libros. Lo encontraba sentado, leyendo o escribiendo, en el suelo, contra la pared. Los libros se vendían bien allí. El día más malo vendió un libro de diez mil pesos. Cuando terminaba su jornada, a eso de las cinco de la tarde, recogía los libros y los metía de nuevo en las cajas que sellaba con cinta adhesiva transparente gruesa. Ponía las cajas en una carreta transportadora y la sacaba de la universidad por la portería de la avenida Barranquilla. Empacar y desempacar los libros en las cajas le demoraba casi una hora diaria.
En una foto que le tomé, sentado en el suelo, custodiando sus libros, noté que escondía la mano derecha. Le faltaba el dedo anular. Entendí aquel verso enigmático en el primer poema de su libro Montaraz, “Inventario”: “Nueve dedos de manos huesudas”. Me contó que de niño lo picó una serpiente, cuando trabajaba limpiando un maizal con su abuelo, muy adentro en la montaña. Tuvieron que amputárselo en el hospital de Nechí.
Algunas veces lo visité en el bar. Un día le pregunté cuál era el poema que más lo representaba, el poema por el cual quería ser recordado. Tenía en el bolso una memoria que metió al computador de Este lugar de la noche y nos leyó:
Tarde a orillas del Nechí
Conozco esta forma en que el sol muere
entre las hojas de los árboles
ese tintinear de los rayos
cayendo hacia ese lado de la raíz
el vuelo de la aves sobre el río
el lento regresar de los mineros
con sus voces tronantes
el sonido de las olas que llegan a la orilla
el bramar del ternero que es separado de la vaca
la fuerza, el rostro montuno del vaqueador.
Reconozco esta tarde aún lejos de casa
perdido para siempre el camino que vuelve al hogar.
Suicidio
La primera vez que leí Montaraz sentí el arcano influjo de la muerte. El río Nechí, ese Río de Oro para los indígenas yamesíes, era presentado por Jony como un vertedero de cadáveres. Me retorció las tripas leer los dos poemas a su amigo ahogado, Joan Sereno. En uno de ellos escribió: “Los ahogados buscan la orilla/ como veleros sin velamen/ como náufragos en mar abierto/ buscan cualquier orilla/ buscan la orilla./ Tristes, van enredados en el hilo del río/ exiliados para siempre de la tierra/ y, sus cuerpos/ a veces sin cabezas/ a veces sin brazos/ a veces sin piernas,/ sus cuerpos de los que queda/ a veces un tronco;/ perdidos hace ya mucho en la hediondez de la carne/ nadan contra corriente/ persiguen los remansos,/ en los que dan vueltas y vueltas/ asediados por los gallinazos”.
Río arriba la muerte señoreaba. Jony tenía algo de emisario de la muerte. En su poema “Me habitan cadáveres”, decía: “La tierra es negra/ nutrida por la azul osamenta/ de los muertos alados”. Los muertos, “innombrables”, se agitaban en su cerebro. Él, de algún modo, era uno que vivía todavía cuando lo conocí. Y vivía como si no se fuera a morir, sin aire sombrío, sin patetismo, sin levantar sospechas.
Una vez hablamos de Cioran y de aquel fragmento titulado “La cuerda” en el Brevario de podredumbre: “Y una cuerda se enrosca como sobre un cuello ideal, adoptando un tono de fuerza suplicante: te espero desde siempre, he asistido a tus terrores, a tus abatimientos y a tus esperanzas (…) también escuché los reniegos con los que obsequiabas a los dioses. Caritativa, te compadezco y te ofrezco mis servicios. Pues tú has nacido para ahorcarte, como todos los que desdeñan una respuesta a sus dudas o una fuga a su desesperación”.
En la presentación de la revista La musa sonámbula, el 12 de abril, en el teatro Porfirio Barba Jacob, Jony leyó un par de poemas. El segundo de ellos se llamaba “Tonada de despedida”:
Toma mi mano que voy de salida.
Con esta mano te estoy diciendo adiós
con esta mano que tiene un dedo de silencio.
De retorno al árbol voy
a colgar de sus ramas igual que fruto inútil
en busca de caer a sus raíces para hacerme savia
ascender por su tronco hasta ser hoja, sombra para el bosque.
Pon tu caricia sobre este hueso
que pronto será humo ausencia nada
ah, lo ignoras, pero hablas con un fantasma
casi es madera la mano que tocas.
Me estoy yendo
he encontrado un atajo al silencio
con pie desnudo doy ya los primeros pasos
tiemblo, tengo miedo, nada sé del silencio
como un niño hacia los brazos de la madre.
Te digo adiós con lo que aún queda de mí
así, se caen a pedazos los árboles
te veo desde el recuerdo y
mi voz es la voz del que se ha ido.
Si ahora pusieras tu mano en mi pecho o tu pecho en mi mano
mano y pecho, cuánta tierra tendrían que salvar
pecho y mano, extraviarían los caminos
¡qué arduo es volver del silencio!
Toma el recuerdo de mi mano
estoy lejos ahora, te veo como quien cruza un río y olvida
voy subiendo entre los árboles
mi lengua aprende el lenguaje de la hoja.
Estamos tan acostumbrados a escuchar poemas, a oírlos en los recitales de poesía, quienes todavía vamos a recitales, quienes todavía oímos, y es tan misteriosa la poesía, que un poeta se puede despedir así de nosotros sin que nos demos cuenta. Nadie recibió esa mano que nos tendía este poeta. Lo leyó en dos recitales más y en ambos los asistentes debieron pensar que se trataba, solamente, de otro poema triste de los que suelen leer todo el tiempo los poetas.
El domingo 30 de abril Jony caminó hasta el paradero de los buses que suben para Santa Elena. En la fila se topó con Fernando García (poeta de Bello, autor del libro de poemas Del posible adiós, 2015), con quien había estado leyendo en Girardota días antes. Fernando lo invitó a dos tragos de ron antes de abordar el bus, los recibió. Jony le dijo que lo esperaban en Arvi. En el trayecto, mientras trepaban la montaña oriental de la ciudad, Jony le pidió a Fernando que le recitara nuevamente aquel poema sobre el suicida. Fernando volvió a recitárselo, el poema se llama “Primera vez”:
Octubre 24 del 80
Un joven de quince años
y lleno de todas las soledades
acaparadas durante ese tiempo
decidió no saludar a su madre
en los nuevos soles,
ni repetirle a la maestra
el teorema de Pitágoras,
ni adorar el dios de yeso de cada ocho días,
ni sonreírle a su amigo mientras tomaban Coca-Cola.
Y ante todo no quiso esperar
el color gris-futuro de su cabello rojo,
ni quiso tampoco mirar por televisión
o en la trinchera la tercera guerra
del acabose.
Entonces, hizo el amor
con una soga, y,
como cuando era menos inocente,
le sacó la lengua
a todo lo que no le parecía.
En el trayecto, Jony le dijo que tenía frío. Fernando se le acercó para transmitirle calor. Le ofreció vino, Jony le dijo no. Se despidieron de abrazo.
Alba, una costeña que trabajaba durante el día en la librería Este lugar de la noche, recibió una de las últimas llamadas de Jony desde el parque Arví. La llamó a eso de las tres y media de la tarde. Se despidió, le dijo que nadie hubiera podido evitarlo, como ya se lo había escrito en una carta. Partía.
—Ah, lo ignoras, pero hablas con un fantasma —le recitó nuevamente.
A eso de las cuatro de la tarde encontraron su cobertura mortal, su vestido de hombre, pendiendo de la ceiba. En su billetera había un papelito blanco con un poema manuscrito que una poetisa le había regalado en el último recital, firmado por Paula C.
Arráncame este idioma tan
sesgado
quítalo de mí con muchas
púas
impídele mentir con látigos y
sombras.
Publicado en De la Urbe, 2018.

